“Los nombres de Feliza”, de Juan Gabriel Vásquez.
“Los nombres de Feliza”, de Juan Gabriel Vásquez.
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Lecturas de diciembre: apuntes bio(blio)gráficos

Un poco de disquisición sobre lo autobiográfico y la autoficción.

Por Adalberto Bolaño Sandoval

Recuerdo mucho cuando al viejo maestro Germán Vargas, cuando comenzaba varias de sus columnas de “Un día más” de la siguiente manera: “Han llegado a la mesa de este redactor…”, dando cuenta de su modestia imperecedera, pero abriéndonos al mismo tiempo un espacio de nuevas noticias sobre libros nuevos… Ese amigo del Grupo de Barranquilla sonreiría con esta cita.

Es sabido que muchas de las formas de expresión de las personas (artísticas: escritas, orales, corporales, faciales) van dejando parte de su autobiografía en la memoria de los otros, su  subjetividad. Somos autobiográficos por naturaleza, y, en cuanto a lo contrario, en cuanto a la academia, esta procura, indica el “deber” de buscar la “total” objetividad: escribir en “tercera” persona. No dejar huellas del yo. Pero fue Montaigne quien, desde el siglo XVI, empezó a deconstruir tales preceptos, para que, ya a finales del siglo XX y comienzos del XXI el “giro subjetivo” o de la subjetividad subvirtiera la famosa objetividad. Pero, seamos sinceros: de todos modos, desde tiempos inmemoriales, siempre han existido esos “desvíos” de lo subjetivo en aras de objetivo.

A lo anterior, como parte de ese socavamiento, se agrega la postulación, en muchas de las artes, especialmente en la literatura, así como en la escritura de la biografía, el desarrollo del giro autobiográfico desde la mitad del siglo XX. Añadiéndosele a ello, se encuentra el refuerzo que la posmodernidad le ha infundido a estas fuerzas centrífugas de borrar lo impersonal y lo histórico, lo formal de la modernidad y sus (afirman los posmodernos) aires del triunfalismo del humanismo, para, subsiguientemente, transformarlo en la difusión de una cultura de lo íntimo, de la unión de lo autobiográfico con la autoficción y ficción, para deshistorizar y deshumanizar. No quiero citar autores en esta ocasión al respecto. Pero, en todo caso, según estas doctrinas, ahora nos volvemos autobiográficos y escribimos todos textos y nos convertimos en autoficcionales.  

Estas asociaciones las hacía en un artículo sobre la novela “Los nombres de Feliza”, de Juan Gabriel Vásquez, donde esa obra, por tratamiento del mismo novelista, este se mostraba dentro del texto como figura autobiográfica y ficcional al mismo tiempo, pues al postularse como personaje también se ficcionaliza. Proponía yo que esta novela se convertía  en un texto posmoderno, caracterizado por lo autobiográfico, lo autoconsciente y lo autorreflexivo, así como por cuestionar la Historia y lo histórico, de manera que, como lectores, emprendemos una lectura más acompañante del escritor, al dotarnos esta obra de un pacto ambiguo, no ambivalente. Porque lo primero indica lo dudoso, lo poco claro, susceptible de muchas interpretaciones, mientras lo segundo nos habla de la existencia de dos posibilidades, así sean contradictorias. Por ello me preguntaba en ese artículo, sobre “Los nombres de Feliza”: “¿qué pasa cuando te planteas como lector, qué estás leyendo una obra “real”, verosímil, cuando realmente lees una obra de ficción, de autoficción o bioficción, como esta misma, y en la que puedes ser engañado, doblemente por ello? ¿O cuando lees una biografía o una autobiografía?”

Todo lo anterior me lo traía a colación, porque quiero hablar en primera persona, sin dejar de guardar cierta impersonalidad. Comencemos entonces, pues fue quizá en diciembre del año 2021 cuando decidí realizar solo durante ese mes lecturas por placer. Quiere decir: sin nada de apuntes, ni compromisos de reseñar. El asunto era que había comprado la biografía “Sontag. Vida y obra”, escrita por Benjamin Moser, en el mes de mayo de ese mismo año, pero había aplazado leerla por los algunos compromisos laborales, académicos y otros demonios del acontecer de la vida. Y entonces lo resolví: esta será la navidad de Susan Sontag.

'Sontag. Vida y obra”, escrita por Benjamin Moser.

Fue una lectura febricitante, deliciosa, profunda, contradictoria. Recordé que yo había comparado a la Sontag con Pauline Kael, la gran crítica de cine norteamericana, pues la escritora y ensayista norteamericana criticaba “lo intelectual” en los artistas, su nivel de pretensión estilística, es decir, artística. En fin, que pusieran mucho “pensamiento” en su obra, hallando en esta actitud “insinceridad”. Por su parte, Kael hallaba en autores como Bergman o Fellini o directores-autores, esa misma pretensión “intelectualoide”.  Sontag y Kael se ubican, así, contra los visos de la interpretación, contra la manipulación, la contradicción o el trascendentalismo del artista. Para Sontag “estilizar” la obra artística significaría imprimirle frialdad, distanciamiento. Descalifica la “intrusión del artista” en sus materiales, los que debió “presentar en estado puro”, como señala en su ensayo “Sobre el estilo”.

Pero en contra del primer pensamiento, en el sentido de leer por placer en diciembre, leí muchos textos sobre Sontag, así como sobre las otras biografías escritas por Moser, y de allí surgió un texto publicado por este medio: “Susan Sontag: vida y obra de una ensayista y escritora de primer orden”. Pero seguí hasta esta fecha en esa colección de lecturas: por ejemplo: cuando Luise Glück ganó el premio Nobel de literatura, publiqué una primera lectura de algunos de sus poemas, y luego un artículo más sustancioso, luego de prestar algunos de sus poemarios en la Biblioteca Luis Ángel Arango, en diciembre de 2021.

Una catajarria de nombres

Pero echemos un poco hacia atrás: para diciembre del 2020, comencé la lectura también de varios de los libros de ella, para darme un platazo con “Praderas”, en el que encontré un mundo lumínico, en el que comienza Glück a penetrar en el mundo clásico griego, con Penélope, para preguntarse, o, más que todo, para cuestionarla: “Tampoco tú has sido del todo/ perfecta; con tu problemático cuerpo / has hecho cosas de las que no deberías / hablar en los poemas”.

Con Louise Glück me sucedió igual que con otros de los últimos premios Nobel de literatura en 30 años: preferí a los poetas y algunos (pocos) narradores: entre los poetas: Wisława Szymborska (1996), Tomas Tranströmer (2011), y, de mucho tiempo atrás, Octavio Paz (1990), y, obviamente la misma Louise Glück (2020). Entre los novelistas, me perfilé por J.M. Coetzee (2003), sin todavía llegar a gustarme completamente, sino en sus ensayos, especialmente; y un poco de Orhan Pamuk (2006) y otro poco de Patrick Modiano (2014). Pero más, mucho más,  de Han Kang (2024), quedando desconcertado con “La clase de griego” y cómo desarrolló los vacíos y los silencios, los desapegos y la insolidaridad entre sus principales personajes, aunque el amor apareciera al final, como desconsuelo. Finalmente, encontré en los cuentos de Alice Munro (2013) la ricura y la lección que no encontraba desde Antón Chejov (y estoy exceptuando, en un rápido salto, a Cortázar, Borges y a García Márquez, por supuesto).

Pero, ¿y todos esos deslices, esas detenciones y atrasos?  Ello se debe, además, en primer lugar, al muy abrumante número de Nobeles y otros autores por leer, a lo que se añade mi afectividad lectora, el grado de apreciación y escogencia personal; y tercero, a las propias solicitudes de la vida y las opciones intelectuales propias, como mis estudios sobre la poesía o la narrativa del Caribe colombiano. Agreguémosle, además, el gusto por la narrativa de Leonardo Padura, desde el año 2015, del que no dejo de leer una o dos novelas año también, y quien se conserva siempre activo. Quizá por ello, y ahora mismo, por ello, en el escritorio, hallan pendientes por comenzar “Morir en la arena” y “Personas decentes”, así como de “Blanco” y “Actos humanos”, de Han Kang.

 “Actos humanos”, de Han Kang.

Decía que con Louise Glück encontré una luz novedosa: el reencuentro con la naturaleza y con los mitos, ya fuera en “Praderas”, al expresar que la voz de un mito es la de todos nosotros. Por ejemplo, en “Tranquilo atardecer”: “Así que Penélope tomó la mano de Odiseo, / y no para retenerlo sino para grabarle / esta paz de la memoria: // a partir de este punto, el silencio que atraviesa / será mi voz que te persigue”. Pero también el martirio de lo cotidiano: “Vivir contigo es como vivir / en un internado: / pollo los lunes, pescado los martes”.

Después encontré, para el año siguiente, para diciembre nuevamente: “Ararat”, “El iris salvaje” y “Averno”. Y nuevamente, para el diciembre del 2022, de ella misma: “Noche fiel y virtuosa” y “Una vida de pueblo”, llegando en el mismo desorden en que las editoriales españolas editaban esos poemarios. A medida que pasaban los años, esa poesía se fue complejizando: ya no eran la infancia, familia o los mitos, ahora la vida moderna extorsionaba los sueños, y esta nueva etapa onírica conlleva y estrena con menos dulzura el dolor humano, así como los cambios alrededor del cuerpo y la mente. Ahora el descenso al inframundo de Perséfone es más humanizado. Lo introspectivo cuaja más dolorosamente. Lo universal y lo íntimo dialogan aún más, con la naturaleza. O, como en el poemario “Las siete edades”, los cuestionamientos al ser humano, a sus caminos infructuosos, como en “Haya roja”: “¿Por qué la tierra está enojada con el cielo? / Si hay una pregunta, ¿hay una respuesta?” O alguna esperanza, como en “La puerta despintada”: “Finalmente, en la edad madura, / sentía la tentación de volver a la infancia”.

Y este año…

Desde días atrás, vengo releyendo algunos poemas de Emily Dickinson y los poemarios mencionados de Louise Glück.  Esos dos textos de Dickinson me han significado, entrar a un mundo fúlgido y profundo. Y también detuve “Las siete edades” y “Las recetas invernales de la comunidad”, ambos (nuevamente) de Glück, aunque mi predilección por Wislslawa Zsimborska no decae. Cuando leo, por ejemplo, “Las tres palabras más extrañas”, de ella, encuentro: “Cuando pronuncio la palabra Futuro, / la primera sílaba pertenece ya al pasado. / Cuando pronuncio la palabra Silencio, / lo destruyo. / Cuando pronuncio la palabra Nada, /creo algo que no cabe en ninguna no-existencia”. Hay allí un extraño humor, una no-filosofía, un cuestionamiento a todo, frente al existencialismo de Glück.

Pero todo ello porque en este nuevo diciembre decidí, otra vez, asumir las lecturas del-no-compromiso, del goce. Por ejemplo, estoy regodeándome en la nueva biografía del argentino universal: “Jorge Luis Borges. Un destino literario”, escrita por Lucas Adur, un estudioso completo de la obra borgiana. Este nuevo texto supone mayores aportes, porque, como indica su autor, utiliza los últimos estudios que se han realizado alrededor de este complejo escritor. Por ello, una de sus perspectivas es proponerse analizar cómo este autor políglota logró forjarse mediante la construcción de su propia obra así como su propia figura de autor, ambas complementarias, para dar cuenta, finalmente de una figura de escritor. Ello conllevó buscar, ser y practicar, crear una autoconciencia, como lo demostraría en sus ensayos, especialmente, donde se pregunta, cuestiona y reflexiona acerca de numerosísimos escritores, para culminar en su propia escritura y figura.

Pero también he comenzado “Unos cuantos sueños”, la novela más reciente de Chimamanda Ngozi Adichie, la nigeriana de quien había leído también todos sus textos narrativos: “La flor púrpura” (2004), “Medio sol amarillo” (2007) y “Americanah” y sus cuentos hermosos “Algo alrededor de tu cuello” en los que trasluce la cultura africana y la influencia de Occidente en esta. En esta última, como en “Americanah”, merced a su estadía en Estados Unidos, remarca la influencia de Estados Unidos en los seres humanos nigerianos que se desplazan a Estados Unidos y cómo se retraduce en lo nigeriano, y viceversa.

¿Cómo finalizar este año entonces? Por el momento, me refocilaré en la escritura detallada y sinuosa de la biografía de Adur sobre Borges, a la que contrapongo al análisis profundo de las mujeres en “Unos cuantos sueños”, de Adichie, y a su vez, leo, revulsivamente, desde una  perspectiva histórica de Leonardo Padura y su investigador mítico Mario Conde (en “Personas decentes”,  con ese viejo detective en esta su última novela, hasta ahora), su investigación del asesinato de ese viejo funcionario censor del régimen cubano, merced a una invitación de la policía. En el fondo, cursa “el deshielo cubano” y la visita de Barack Obama a la isla.

En tanto, los libros de Louise Glück y Emily Dickinson esperarán estas vacaciones de diciembre, tal vez para mitad de enero. Y no podré decir la frase pudorosa de Germán Vargas sobre que “llegan a la  mesa de este redactor”, sino una inmodesta y autobiográfica columna que conlleva un día menos de este escritor.

 

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